Transpirenaica Invernal Sin Avituallamientos (TISA)

Tras casi un año sin pasar por aquí, retomo de nuevo la actividad.
No logré terminar las transpirenaicas estivales de los años 2018 y 2019, pero sí he conseguido la invernal, constituyendo esta la primera caminando sin esquís; la primera usando un carro-pulka como lanzadera; la más rápida de todas las realizadas en términos absolutos y, finalmente, la primera también con toda la comida en la pulka y la mochila de mar a mar.
Espero que os guste.





Día 3 de febrero de 2020


Salí de la playa de Hondarribia con dos kilos menos de combustible en el cuerpo, y 41 totales en el resto, de los cuales 21 eran de comida. Estos, más 10 de mi propia grasa y chicha, suman 31 de alimento... para resistir no sabía de aquella cuantos collados y nevadas durante el largo camino.
Las previsiones del tiempo eran buenas. Tanto que en la primera etapa de tierra me sobraron las únicas botas forradas que llevaba y los calcetines gruesos, por eso en los kilómetros iniciales estropeé la planta de los pies.
Pero pronto me olvidé de ello al ver roto el brazo derecho del carro. Lo arreglé con el mango de una sartén y proseguí adelante, desconcentrado y nervioso, estado que me impediría prestar la debida atención a las cosas del equipo.
Y así fue como perdí la primera pareja de objetos: el teléfono pequeño y el GPS. Cuando me di cuenta de ello corrí desesperado dejando abandonado el carro y rezando para encontrarlos. Y di con ellos. Estaban sobre el campo que cubría el suelo donde hice una pequeña parada.
De verdad que recé… aunque no me acuerdo a quien. Es bueno poder rezar o pedirle algo a alguien… porque quizás te lo concede.


Día 4 de febrero de 2020


Acabé tarde la primera jornada y monté el cubretechos cerca de Orizki, más o menos según lo previsto.
Me había propuesto dar por finalizadas las etapas una vez que anocheciera y encontrara suficiente agua para hacer la cena y el desayuno.
Puse el despertador para que sonara a las dos o las tres de la madrugada, lo cual implicaba comenzar a caminar una o dos hora más tarde.
Al desmontar el toldo se puso a llover, y así lo hizo todo el día, aunque de forma moderada.
El pantalón impermeable no funcionó, y se acabaron mojando la parte inferior de la camiseta, los calzoncillos, la entrepierna y el resto. Pero ello no me preocupaba en absoluto. Todo lo que se moja se acaba secando con el calor del cuerpo. Era mucho más importante reforzar uno de los brazos del carro-pulka con el tronco dea un arbusto de crecimiento lento y madera resistente. Para ello hice una parada extra en una borda, antes de bajar al pueblo de Apaioa.
Muy cerca ya de las primeras casas, tomé un atajo lleno de piedras y barro... y la cagué. ¡A quien se le ocurre! El brazo derecho volvió a doblarse al golpear el carro en el suelo.
Primero hice una chapuza en la casa de un granjero donde, en ese momento, solo estaban tres mujeres, una de ellas con paperas. Me ayudaron a buscar el taladro y un pedazo de tubo, pero la cosa no quedó muy segura.
En el siguiente grupo de casas encontré un garaje con herramientas de todo tipo y dos manitas, padre e hijo, dispuestos a ayudar y a escuchar de qué iba la loca aventura que se acometía con el artefacto averiado.
Cometimos el error de reforzar los tubos con machos de cobre, pero es lo que había.


Día 5 de febrero de 2020


Ha helado muy fuerte por la noche en Urruskako Borda, poco antes de ganar el collado que me permitirá alcanzar el valle de Aldudes, en Francia.
Desayuno entre las 2 y las 3 de la madrugada el chocolate con leche correspondiente y me pongo en marcha tras plegar rápidamente el cubretechos "2 segundos", una verdadera gozada de toldo que facilita el montaje, incluso sin usar las piquetas.
Siguen molestando las ampollas producidas por el calor y las botas inadecuadas para esas temperaturas. Unas zapatillas hubieran sido perfectas para los tramos de tierra, pero ya iba demasiado cargado, tanto que al ascender al collado de Lindus decido liberarme de 1.500 gramos de comida: 250 de aceite de oliva y 1.250 de frutos secos ya pelados.
En los contenedores del puerto de Ibañeta vuelvo a realizar otra vez limpieza: la mochila de la comida, la de pecho y algunas cosas más que no consideré necesarias.
Duermo a un kilómetro de la Fábrica de Armas, sin cobertura, pegado al lado mismo del camino, cerca ya del embalse de Irabia y los bosques de Irati. En una de las fotos se puede observar el efecto del hornillo y el sabroso chocolate en medio de la helada nocturna.


Día 6 de febrero de 2020


En el Alto de Abodi se rompe de nuevo el carro, justo en un lugar donde puedo disponer de materia prima natural para trabajar. Pierdo casi un par de horas para arreglarlo y me tiro monte abajo hasta que encuentro la primera fuente. En ella me hidrato y me alimento lo suficiente. Más abajo, a un par de kilómetros, echo en falta uno de los brazos metálicos y me pongo a correr cuesta arriba hasta la fuente para recuperarlo. ¡Está brillando entre la hierba! Lo recojo y, de nuevo, flechado cuesta abajo con la esperanza de encontrar un taller abierto. Pero son muchos kilómetros y estoy cansado. Ya es demasiado tarde.
Se me echa la noche encima. El terreno es muy escalonado y está lleno de piedras, de ahí que las cuerdas que entablillan los dos brazos comiencen a aflojarse.
Llego casi de milagro a Otsagabía, relleno de agua la bolsa de dos litros y monto la tienda dentro del frontón.
A las diez se apaga la luz ella sola, y duermo como un lirón hasta las 7, ya que debo esperar a que se abra el taller del polígono industrial al día siguiente.
La moral está alta, las provisiones son suficientes... y el buen tiempo me acompaña por el momento.
¡Creo que esta no se me escapa!


Día 7 de febrero de 2020


Otsagavía-Isaba, la última etapa de tierra antes de comenzar la batalla en los collados nevados. Larga y sin agua en todo el recorrido, de ahí que cargara a tope en la fuente que vierte directamente en el río y que todo el mundo conoce en el pueblo.
Etapa monótona con los brazos del carro reparados por primera vez en un taller, en esta ocasión con buenos refuerzos de hierro, pero no definitivos, ya que el peso del equipo y la comida buscaron más adelante la debilidad de otros puntos donde también fueron perforados.
Llego de noche a Isaba y planto el cubre delante mismo de una fuente que mana sin parar agua y música relajante, ambas gratis, igual que la claridad de las estrellas y la luna llena que me acompañaron los primeros días de mi viaje.
A media noche se presenta la zorra, sigilante, como cabe esperar de cualquier astuta raposa.
El olor del salchichón y los chorizos le han hecho perder la cabeza, el respeto... y, finalmente, la vergüenza; hasta el punto de intentar sustraer los embutidos de la bolsa que hay en el carro-pulka.
La espanto con dos patadas en el cubretechos y con un:
"cagoentí".


Día 8 de febrero de 2020


Isaba-Llano de Tacheras
Aún era de noche cuando me alcanzó Mukel Alonso Cuende en un tramo lleno de grandes piedras que da acceso a Belabarze. En ellas quedó medio encallado el carro-pulka y le pedí que me echara una mano.
Mikel es corredor de montaña. Lo supe nada más verle el ritmo y el atuendo. Lo frené un poco para contarle todo el rollo y después desapareció en medio de la oscuridad volando sobre la helada crujiente.
Al hacerse de día nos cruzamos de nuevo. Él regresaba y yo atacaba el pequeño collado que da acceso a Zuriza. Nos hicimos unas fotos y cada uno continuó su camino.
Antes de iniciar el ascenso al Collado de Petraficha, el primero nevado, realicé el segundo sacrificio de la TISA: 500 gramos de frutos secos, otros tantos de puré de patata y también medio kilo de cuscús. De todo ello me quedé solo con sus envases de aluminio y de plástico. No fue una ofrenda a los dioses... Me enfrentaba a un complicado "viaje en globo" y debía soltar lastre para elevarme.
Había llegado la hora de la verdad. Pesaba el carro-pulka, pesaba la mochila... y me aplastaba la losa del miedo al fracaso sobre la que pisaban todos aquellos que dijeron:
-Suso, la pulka no es para las montañas nevadas.
Había que averiguarlo.


Llano de Tacheras-Collado de Petraficha
Comenzar demasiado tarde el ataque a un collado nevado con mochila y pulka es siempre una batalla perdida, ya que la nieve blanda hace casi imposible la progresión incluso con raquetas. A veces, o casi siempre, es mucho mejor montar un campamento para comer, beber y descansar, aunque sea a media tarde, perdiendo con ello varias horas de luz diurna.
Mi objetivo era montar el cubretechos lo más cerca posible del collado de Petraficha, pero comenzó a nevar mientras avanzaba penosamente por terreno mixto. Al final no tuve más remedio que hacer varios porteos y así alcanzar una zona apropiada para la acampada, situada más o menos en la curva de nivel 1.900. La pendiente del terreno me obligó incluso a colocar la plancha de fibra de vidrio en la panza de la pulka para que deslizara mejor.
Logré montar el campamento antes de que anocheciera. Afuera seguía la cellisca haciendo de las suyas.
Comí, me hidraté y descansé como nunca; satisfecho por haber colocado la comida y el equipo de toda la Transpirenaica Invernal tan cerca del primer collado nevado.
-Si lo logras una vez, podrás repetirlo de nuevo -me dije.
Al día siguiente solo sería cuestión de "coser y bajar".
A las 2 de la madrugada paró de nevar, y poco después tuve tres regalos: cielo estrellado, luna llena y viento totalmente calmado... a dos mil metros de altitud en pleno mes de febrero.


Día 9 de febrero de 2020


Collado de Petraficha-Sansanet
El año pasado y el anterior no pude encontrarme con Jesús Sánchez, pero esta vez fijo que nos veríamos en La Mina, camino de Aguas Tuertas, un precioso valle que me permitiría acceder a Sansanet, el Puerto de Somport y el Collado de Astún, donde me esperaba el segundo exámen de la Transpirenaica Invernal.
Pero antes de llegar a la Casa de la Mina, procedente del Collado de Petraficha, me llevaría de nuevo una desagradable sorpresa: la rotura de otro brazo del carro-pulka.
La reparación realizada en Otsagavía era perfecta, pero los mangos rompían ahora por otros lugares donde habían sido perforados para poder ser empleados como mástiles, mangos de la pala o el piolet, etc.
La polivalencia es buena porque se ahorra mucho peso, pero, si una pieza se estropea, también te quedas sin varias funciones de repente.
Samu me dijo que prestara atención en el desvío que había a la derecha una vez pasado el boquete de Escalé, concretamente en la Cabane d´ Espelunguère, por la que ya había pasado en la Transpirenaica de verano de 2019. El caso es que pasé de largo, y cuando me di cuenta ya era demasiado tarde para volver atrás.
Se echó la noche encima. Intenté rectificar el rumbo por el medio del monte y, finalmente, sudé mucho y me quedé sin agua.
Quedarse sin agua a esas horas implica caminar hasta que se encuentre para poder hacer la cena y el desayuno.

Día 10 de febrero de 2020


Sansanet-Collado de Astún
Monté el cubretechos sobre la cuenca de un sendero pegado al lado mismo de un pequeño torrente, y ni siquiera hizo falta hincar las cuatro banderillas en el suelo porque la noche estaba en calma.
Cené, me hidraté y puse el despertador para las 2 de la madrugada, ya que aún tenía muchos kilómetros hasta el Puerto de Somport y el Collado de Astún.
Amaneció al llegar a las pistas de esquí, cuando sus trabajadores ponían a punto las instalaciones y los remontes.
No había tomado suficiente nota del Collado de Petraficha y cometí el error de retrasar la salida un par de horas, básicamente porque pedí permiso para ascender por una de las pistas y no me lo concedieron hasta las 9. Ello me facilitó la ascensión por la ladera norte, pero en cuanto se levantó el sol y comenzó a ablandar la nieve, surgieron los problemas.
Todo se complicó aun más al no tomar el camino correcto que me llevaría al collado. En vez de ganar altura poco a poco con una gran media "ese", siguiendo los pasos de un par de esquiadores, cometí el error de atacar casi en línea recta, lo cual me obligó a portear hasta un primer rellano.
Collado de Astún-Baigt de Houer
Tras alcanzar el Collado de Astún con dos porteos, viendo que se me hacía tarde, no tuve claro que fuera posible un largo y peligroso flanqueo necesario para llegar al Col de Houer y posteriormente al Portalet.
Esa fue la razón de tirarme cuesta abajo hacia el valle, sin saber exactamente a donde iba, aunque sí con la intención de encontrar un collado más amable que me permitiera girar a la derecha.
El sol aún no se había puesto y no fue necesario gastar gas para derretir nieve.
Silencio.
Todo el valle para mí solo.
Un 10 para el espacioso cubretechos.


Día 11 de febrero de 2020


Baigt de Houer-Panticosa
Como casi siempre, suena el despertador a las dos de la madrugada. Es quizás demasiado pronto para levantarse... pero no queda más remedio que hacerlo si quiero aprovechar el buen tiempo y lograr que me llegue la comida para el resto de la travesía, hasta el Mediterráneo.
Muchos me han dicho que he tenido muy buen tiempo... y es cierto. Eso es lo mejor que le puede acontecer a un montañero para que disfrute. Pero también es verdad que si te levantas a las 7 y sales a las 9 todos los días, tarde o temprano te pillarán los marrones, porque la travesía durará el triple o el doble.
Pliego la tienda con guantes para evitar el contacto con la escarcha y me pongo a caminar sin raquetas; buscando siempre el terreno con menos pendiente que me lleve al collado más cercano.
La luna está menguando, pero es una gozada como aún alumbra.
La nieve dura cruje debajo de los crampones, exceptuando en aquellos lugares donde se acumula la venteada, siempre a evitar.
¡Cuánto he aprendido en tan poco tiempo! Simplemente dejándome llevar por el instinto, el sentido común y la cautela de la solitaria raposa.
¡Cuánta libertad!
Bious era el gran collado en el que me había fijado desde el paso de Astún el día anterior, aunque de aquella aún no conocía su nombre, su altitud o la dificultad de sus zonas ocultas, entre ellas, la bajada.
Antes de salir de mi refugio consulté el GPS para observar si estaban en algún punto muy juntas las curvas de nivel. Parece ser que no tendría problemas, siempre y cuando no encontrara gruesas capas de nieve venteada en las proximidades del paso.
En lo alto del collado soplaba fuerte el viento, como suele acontecer allí donde las corrientes de aire se apretujan para poder circular.
Hice una pausa muy breve y alguna foto nocturna con el teléfono, muy malas, por cierto. Cada cosa es para lo que es.
Con las prisas y la oscuridad (aún no había amanecido), creo que dejé en ese inhóspito lugar el pequeño cajetín que trasvasa la energía de las pilas de litio a las baterías de los teléfonos. Ello marcó la dinámica del resto de la travesía hasta el Mediterráneo, ya que dependería de los enchufes que me fuera encontrando en el camino, y no podían ser los de los bares o las tiendas de comestibles, pues intentaba enlazar los dos mares con toda la comida de la travesía en el carro-pulka.
El trayecto desde el Port del Portalet a Panticosa es monótono. Una mezcla de asfalto, pistas y senderos que te van robando poco a poco el desnivel positivo ganado en el último collado nevado.
Estaba amaneciendo cuando llegué a la A 136 que lleva a Biescas y Sabiñánigo.
Las pistas de esquí de la zona, atestadas de gente, continuaban ajenas a los primeros infectados en España... y lo de China, la verdad, de aquella quedaba extremadamente "lejos".
La rueda del carro chirriaba un poco, pero no hice caso a lo que debía ser una simple arenilla metida en los rodamientos.
Llegué a Panticosa a muy buena hora, pero tuve que esperar a que abrieran las tiendas para comprar cinta americana y el rabo de una escoba. Y no hace falta dar explicaciones sobre para qué era todo ello.
A las 5 de la tarde cargué agua y me puse en marcha intentando alcanzar el refugio de La Ripera, pero uno de los rodamientos dijo "basta"... y no traía repuesto.
El teléfono sin batería, el carro-pulka sin rueda... en un lugar donde no hay mecánicos y el taller de coches más cercano está en Biescas.
Lo peor vendría una vez caída la noche.
La rueda es un invento muy antiguo y realmente extraordinario. Un coche tiene, por ejemplo, un montón de ellas. Cuatro en contacto con el asfalto, la de repuesto; dentro del motor unas cuantas; varias en los elevalunas eléctricos...
Me di cuenta de todo ello cuando me quedé tirado con más de treinta kilos de equipo y de comida sobre una acera en medio de Panticosa.
-Y, ahora... ¿qué hago yo con este muerto sin rodamientos de repuesto? -me dije mirando perplejo al carro-pulka.
En la plaza donde jugaban los niños con sus papás había una fuente y, por tanto, ese podía ser un buen lugar para cenar y descansar, aunque no el más discreto de la villa turística.
-¿Sabe si vive algún mecánico en el pueblo? -pregunté a una de las mamás de los chicos.
Y esto fue lo que contestó:
-Sí, reside aquí y es mi marido.
¡Bingo!
A partir de ahí todo fue "sobre ruedas", ya que el grupo de vecinos era amante de la aventura y las carreras de montaña... Hasta que se presentaron más tarde dos miembros de la Benemérita.
Una vez que oscureció, monté el cubretechos sobre el césped al lado mismo de la fuente.
El lugar parecía bastante discreto, ya que nadie me veía desde la calle principal del pueblo, aunque sí desde las ventanas de las viviendas cercanas.
La verdad es que no me sentía tranquilo porque sabía que estaba prohibido acampar como los indios en medio de un poblado turístico de cierto poder adquisitivo, pero, sin rueda para poder desplazarme, debía arriesgar.
Tuve dos visitas antes del intento fallido de preparar la cena.
La primera me levantó la moral y el ánimo.
Se trataba de una amiga enviada por Samu Sánchez para ayudarme en lo que fuera posible. Le dije que me apañaba por el momento y que, al día siguiente, viajaría con Javier Mingarro para intentar solucionar el problema mecánico en el único taller de coches que hay en Biescas.
Al poco de marcharse, llegaron los de la segunda visita.
El agua de la olla comenzaba a calentarse cuando tuve que abrir la cremallera y me enfocó en la cara una linterna con la luz larga.
Eran dos miembros de la Benemérita dispuestos a cumplir con su deber tras una denuncia.
¡Se jodió el cuscús!
Los dos agentes de la autoridad me leyeron la cartilla y me dieron suficiente margen de tiempo para poder levantar el campamento.
Afortunadamente, tras el correspondiente informe, no escribieron ninguna receta.
Tiré el agua caliente, plegué el cubretechos y metí todo dentro de la mochila de manera desordenada.
Con el carro sin la rueda, no me quedaba más remedio que portear varias veces para esconderme en medio del monte, algo que debía haber hecho un par de horas antes.
Aunque con bastante retraso, cené, me hidraté y no hizo falta contar ovejitas para quedarme dormido sobre un sumullido colchón de hoja seca.
Desde el interior del bosque podía ver las luces del alumbrado, pero nadie sabía esta vez dónde me encontraba yo.
El día siguiente tendría mucho trabajo.


Día 12 de febrero de 2020


Tengo que bajar con Javier Mingarro a Biescas para pedir los rodamientos, pero su coche no arranca porque se ha quedado sin batería.
Paso todo el día en las cercanías de su taller sin comer, pues tengo prohibido comprar comida durante la travesía. Con las prisas me he olvidado de cogerla arriba.
Me nutre el sol, el descanso, estar estirado al aire libre y no haberme levantado a las 2 de la madrugada, como casi siempre.
Una vez que montamos los rodamientos, subo en taxi a Panticosa y logro iniciar la marcha antes de las seis de larde.
En el refugio de La Ripera, ya de noche, me reconforta el fuego de la leña por afuera, y el del gas por dentro.


Día 13 de febrero.


Un gran error comenzar a caminar de noche mientras intentaba superar el paso de la Cascada de Tendeñera. Hubiera sido mucho mejor esperar a que amaneciera para seguir la ruta más evidente y segura. Solo así se aprende.
Como su propio número indica, ese día fue una jornada muy complicada. No recuerdo las veces que tuve que realizar porteos para superar el tramo más delicado contiguo al gran salto de agua.
Una vez ya en el barranco de Tendeñera, la nieve blanda me hizo el avance casi imposible, pero logré llegar al refugio, provisto de colchón. La tarde la pasé portendo hasta el collado, innecesariamente, porque hubiera sido mucho mejor esperar a que la nieve se endureciera al oscurecer.


Día 14 de febrero de 2020


Bajo muy rápido del collado de Tendeñera y preparo el desayuno en San Nicolás de Bujaruelo, un rico y concentrado chocolate con leche. Hace mucho frío. La batería del móvil se resiente pero logro hablar con Teresa tras casi dos días de incomunicación.
Mi próximo objetivo es alcanzar la Cabaña de Eléctricas, pero la progresión es muy lenta y la nieve cada vez más ablanda más, así que a media tarde tiro la toalla y busco una zona algo plana para poder acampar..
Por la noche me visita la astuta raposa con la intención de robarme los embutidos que he dejado a unos metros de distancia en la pulka. Y casi lo consigue porque no encuentro las gafas, la linterna y el tirador de la cremallera. A punto estuvo la muy cabrona de tirar todo al fondo del barranco; comida, equipo y carro.


Día 15 de febrero de 2020


El quinto exámen de la Transpirenaica Invernal lo hice en el Puerto de Bujaruelo, donde tuve que portear a menos de un kilómetro del paso. Progesé de manera muy lenta, pues la nieve costra venteada colapsaba bajo el peso de mi cuerpo y el equipaje.
Llegué de noche al collado y no tuve clara la bajada, así que monté el cubretechos, desplegué la esterilla y me metí en el saco. La sensación térmica debido al fuerte viento era muy baja. Al amanecer recogí todo, me asomé a lo que de noche parecía un precipicio y ya vi un lugar seguro para bajar.
La pulka se deslizó ella sola y paró allí donde la nieve y la falta de desnivel comenzaron a ofrecerle suficiente resistencia.
En Gavarnié comí, cargué el móvil y hablé con Teresa.
Después bajé a Gèdre y giré a la derecha para subir por el valle que debía abandonar más adelante con el objeto de alcanzar la Cabane d´ Estabué. Pero no lo hice, y ese fue mi primer suspenso en la Transpirenaica.
Me acojoné porque siempre le he tenido mucho respeto al Puerto Nuevo de Pineta, y esta vez tocaba bajarlo en invierno, cargado con mucho peso y obligado a realizar en él un par de porteos. Además, tengo algo de vértigo… o un miedo extremo que a veces me incapacita. Así que acampé más arriba, cerca del río, con la intención de seguir a las 3 de la madrugada por la HRP, una variante que me llevaría también a Parzán dando un rodeo.


Día 16 de febrero de 2020


Dicen que “a la tercera va la vencida”, pero no es del todo cierto. Yo cometí cuatro errores seguidos para no salir derrotado.
La noche anterior tenía que haber dormido en la Cabane d´ Estabué, y continué por la HRP. A las 3 de la madrugada, después de levantar el campamento, debía haber regresado para rectificar, y no lo hice.
Iniciada la variante, tampoco tenía que volverme atrás (el sendero era casi impracticable) ya que me encontraba a solo medio kilómetro del valle abierto.
Una vez que retrocedí con la intención de dar un rodeo de 70 km por el Tourmalet, todavía podía haber girado a la izquierda para entrar en el Circo de Estabué, flanquear por detrás de Tucarroya y alcanzar el Puerto Nuevo, cosa que finalmente no hice.
Antes de llegar a Gèdre, aún de noche, perdí el GPS debido al estado de excitación, y, aunque sabía que podía estar en un tramo de asfalto de dos km, no quise retroceder para buscarlo. Sii no lo encontraba perdería definitivamente la paciencia y los nervios.
Para relajarme y romper sicológicamente con la cadena de errores, monté el cubretechos en una curva de la carretera y esperé a que despuntara el día.
Tenía poca batería, pero decidí hablar con Alberto Davila para desprenderme de la energía negativa. El pobre dormía en casa y sabía que lo despertaría. Para eso están los buenos amigos. A veces es totalmente necesario cogerles la mano y descargar la electricidad del rayo. Deben comprenderlo. Yo no me incomodaría.
Tras plegar el cubre de la “2 segundos”, me puse a caminar sabiendo que me esperaba una horrible jornada de asfalto. En algunos tramos pude evitarlo, pero el Tourmalet es realmente pesado, ya que Luz-Saint-Sauveur está muy bajo.
Hasta Barèges fue un verdadero calvario. Hacía mucho calor para mi gusto. Después ya comencé a pisar nieve y me alegré. Las pistas estaban a tope de gente.
Me llamó la atención que la estación de esquí estuviera sobre el trazado de la carretera, porque yo tenía en la cabeza, debido a la televisión, que el Tourmalet está abierto todo el año al tráfico, y no es así. Tiene más de dos mil metros, concretamente 2.115.
El último tramo de la subida al collado del Tourmalet fue una pequeña odisea. Al principio estaba bastante dura la nieve, pero después no me quedó más remedio que subir por las pistas que estaban removiendo y compactando las máquinas.
Y se hizo de noche.
Por la razón que fuera, las grandes excavadoras fresaban la nieve, pero no la prensaban, lo cual me obligaba a avanzar igual que si lo hiciera sobre pequeños aludes de purga ocasionados por las altas temperaturas.
La imagen era surrealista cuando las potentes máquinas me enfocan con sus faros y la sombra alargada se proyectaba sobre la nieve de la ladera. Al pasar muy cerca de mí, se ponían en contacto dos mundos totalmente indiferentes el uno con el otro; el monótono y obligatorio trabajo de los operarios y mi libertaria e improductiva aventura.
En el Restaurant du Col du Tourmalet incomodé primero al perro, y después a su morador humano, quien salió con la intención de averiguar a qúe se debía tanto escándalo.
Busqué nieve profunda que no estuviera manchada, cené y me hidraté.
Esa noche, como muchas otras, tuve que dormir con la bolsa del agua dentro del saco.


Día 17 de febrero de 2020


Desde el Col du Tourmalet hasta el lugar en el que pernocté, no hubo grandes sobresaltos, aunque los separaban la friolera de unos 50 km.
Llovió en la zona de Payolle y después se hizo muy larga y pesaba la bajada desde el puerto de Ancizan, un paso por el que se ataja bastante en comparación con el de Aspin.
Pernocté en la villa de Ancizan, concretamente en el jardín que me ofreció un viandante con el que entablé conversación. Además, fue él mismo quien cargó el teléfono móvil y la batería de la cámara fotográfica. Yo dormía cuando él los dejó debajo del cubretechos.
Me puse en marcha en torno a las 4 de la madrugada con la intención de alcanzar en esa etapa el Collado de Urdiceto, cosa que, al final, fue totalmente imposible debido a la niebla espesa.


Día 18 de febrero de 2020


En St-Lary-Soulan comenzó a amanecer, y en esta floreciente villa, antes de entrar en el valle de Rioumajou, fue donde tomé la decisión. Había llegado el momento de desprenderme de todo aquello que no fuera esencial: el cubretechos que tanto frío, viento y humedad me había quitado, el carro-pulka descontándole el pedazo de brazo que hacía de mango del piolet y de la pala, dos pares de calcetines (me quedé con uno solo), el botiquín completo, unas gafas de nieve de las baratas, el palo-selfy, herramientas y tornillos, un cartucho de butano vacío…
Una vez realizado el sacrificio, metí todo lo que se salvó dentro de la mochila y tuve que hacer un gran esfuerzo para colocarla en la espalda.
Pesaba mucho, tanto que volví a ponerla en el suelo para mirar lo que llevaba por fuera y visualizar mentalmente lo que había dentro. Solo podía desprenderme ya de los pantalones (forrados) necesarios para enfrentarme a una borrasca potente o dormir con ellos dentro del saco en el caso de que la cosa se pusiera muy cruda.
También pensé en las raquetas, el piolet, la pala... pero, al final, no quise arriesgar y volví a poner la lápida en la espalda. Todo era cuestión de habituarse.
Al subir por el valle de Rioumajou comenzó a nevar. Acostumbrado a no ver el fenómeno meteorológico desde el Collado de Petraficha, y tan ensimismado que iba, no supe durante un par de segundos, como mucho, qué era aquello; sí, solo durante una pequeñísima fracción de tiempo tuve esa sensación tan extraña y placentera.
Imaginad que nunca le han hablado a un niño sobre la existencia de la nieve y, de repente, comienzan a planear, transportados por el viento en medio del bosque, los livianos copos de algodón.
Pues eso me ocurrió a mí durante unos brevísimos instantes, quizás porque en ese momento todos los recursos energéticos de mi cabeza se destinaban a imaginar cómo sería y cuánta dificultad tendría el Collado de Urdiceto.
Fue quizás solo un segundo, o incluso menos...
De verdad que no vi nieve... sino miles de pequeños pétalos blancos volando… pero, después, me dije:
-Suso, no puede ser... mira que estamos en pleno invierno.
Mientras atacaba el Collado de Urdiceto siempre tuve la certeza de que dormiría al otro lado del paso, porque no era tarde y me acompañaban las fuerzas. Pero no resultó ser así.
Las cosas se fueron complicando al tiempo que el sol comenzaba a ir cabizbajo.
Primero ralenticé el paso en el estrecho sendero lleno e placas de hielo debido a que al retrasé en exceso la colocación de los crampones. Lo de siempre:
-Me los pongo un poco más arriba… a ver si logro pasar por aquí aprovechando este borde de hierba, esta zona de tierra o aquella piedra.
Una vez superadas las dificultades en la umbría, ya con los pinchos puestos, alcancé aliviado la zona de la solana.
Pero estaba la nieve blanda. En muchos lugares se derretía formando pequeños riachuelos que me excitaban y me hacían morir de ganas, al tiempo que aumentaba el esfuerzo de mi cuerpo para evitar meterme hasta las íngles.
-Ponte de una vez las raquetas… no hagas lo mismo que con los crampones… no aprenderás nunca -me reproché.
Entretenido en superar las dificultades del terreno, me fui desviando demasiado a la derecha. Solo me di cuenta de ello cuando consulté la aplicación del teléfono que, por cierto, tenía la batería herida de muerte. Debo recordar que desde hacía días ya no disponía del cargador de pilas porque lo perdí.
Mientras corregía el rumbo se colgó el teléfono y la niebla se hizo tan espesa que apenas se veía un elefante a un metro.
Sin tienda y sin batería, acechando también la noche, estaba perdido. Solo me reconfortaba que el SPOT seguía al pie del cañón.
Nota: esta última entrada copiala de face, porque siempre acabo corrigiendo allí, y después queda sin hacerlo aquí.
Si no te da mucho trabajo, a partir de ahora redacto solo allí.
-No te pongas nervioso y sigue flanqueando hacia la izquierda. El collado tiene que estar a tu mismo nivel -me dije en medio de la niebla sin contar ya con la ayuda del GPS del móvil.
La triste realidad era que, en vez de acercarme al Collado de Urdiceto, lo que hacía sin darme cuenta era meterme de nuevo en el valle por el que había subido, debido a que un pequeño paso abierto en la cresta se me antojó como el puerto que buscaba infructuosamente.
Al comenzar a perder altura, aumentó la visibilidad y pensé que ya me dirigía a la pista del GR 11, pero nada de lo que veía me resultaba familiar de anteriores Transpirenaicas, y mucho menos el valle que tenía en frente, muy abierto y tendido, surcado además por varios lechos de riachuelos congelados.
Caminé algunos metros más y me di la vuelta aprovechando la huella de mis pasos.
En el segundo intento, me quedé mucho más cerca del collado, en la curva de nivel 2.350, a unos cien metros escasos del puerto; pero continuaba la niebla espesa y me fie de unas huellas.
-Por fin algún rastro de gente -dije algo más tranquilo.
Lo seguí hasta que, de repente, se pararon en seco las pisadas.
Al principio no logré entender la kafkiana situación, pero pronto caí en la cuenta.
-Estas pisadas solo pueden ser las tuyas -me dije sintiéndome derrotado.
Lo acepté con resignación y comencé a excavar la primera cueva al tiempo que nevaba y comenzaba a anochecer.
La primera cueva excavada en la nieve acabó colapsando por el tejado debido a los nervios y las prisas. Intentaba taparle gran parte de la entrada con el plástico aislante mediante unos nudos realizados en las esquinas, pero hice demasiada presión... y acabó cediendo la capa delgada de la bóveda.
-Tranquilízate, Suso, tienes toda la noche por delante. Aprovecha la ocasión para aprender. No tengas miedo. Ya te has visto en situaciones mucho peores y has salido adelante -me dije.
Realmente solo me preocupaba que siguiera nevando, pues no tenía funda vivac ni tienda de campaña, y el saco solo era de un kilo.
Un saco de tan poco peso está justificado si duermes dentro de él en invierno con toda la ropa puesta y protegido, como mínimo, con un toldo. Pero, intentar llevarlo todo en una Transpirenaica en la que nunca se compra comida, resulta una tarea imposible; por eso no queda más remedio que recortar.
La segunda cueva salió mejor.
Me metí dentro del saco con galletas y agua, y esperé a que amaneciera para así poder encontrar la ruta... siempre y cuando no continuara la niebla cerrada.
La zona de los pies quedó fuera de la cueva. Aunque blanqueó con la nieve, no pasé frío.
La segunda foto representa las cosas con las que soñé toda la noche. Los bocadillos, por supuesto, calientes, recién salidos del horno.


Día 19 de febrero de 2020


Desde Urdiceto al refugio libre de Viadós todo fue bastante bien, exceptuando que perdí las gafas bifocales y mucho tiempo en el trayecto que va desde del collado a la pista del GR 11.
Me explico.
El tema de las gafas no fue grave porque llevaba otras. En cuanto a la pérdida de tiempo, debo comentar algo que me parece importante.
Cuando vas muy ajustado en la montaña o en cualquier tipo de reto deportivo, el cerebro intenta que todos sus procesamientos sean lo más sencillos posible. Si la mente tiene fuertemente grabadas una imagen o un convencimiento, es muy difícil cambiárselos o llevarle la contraria. Y ello también ocurre con tu propia ideología.
Una vez que recogí las cosas, con las manos muy entumecidas debido al frío, logré alcanzar el Puerto de Urdiceto con relativa facilidad. La nieve estaba muy dura, la visibilidad era buena y no había viento.
Pero, al llegar al punto más alto del que debía descender, todo me pareció diferente a lo que ví en verano, quizás porque estaba nevado y mi punto de vista era diferente desde arriba. Tan extraña me pareció la imagen de la zona que, incluso, dudé si me encontraba en el Puerto de Urdiceto y si el valle era realmente el que conectaba a través de otro collado con el de Viadós.
Al no llevar mapa ni GPS, miré varias veces al sol para establecer cuál era el este.
Debía dirigirme al Collado de los Caballos, pero la imagen que tenía delante de mí no era nada parecida a la imagen que guardaba de la zona en mi cabeza. Y con ello vuelvo al principio. Fue tal mi terquedad que comencé a bajar un poco en el valle... hasta que caí en el grandísimo error.
En las dos primeras fotos, huellas mías del día anterior perdido en medio de la niebla.
En Viadós me esperaba una cama... sííí… una litera con mantas, el mayor lujo que había tenido hasta ese momento en la Transpirenaica.
Pero antes hice una parada larga en el pequeño refugio que hay en el Collado de los Caballos, o de Urdiceto (no se debe confundir con el Puerto -francés- de Urdiceto).
La mañana era espléndida y el lugar perfecto para secar el saco de dormir y los calcetines que se habían mojado en el vivac de la noche anterior.
Al entrar en el refugio de Viadós, vi que había una mochila en el comedor y un libro sobre la mesa. Su propietario debía andar muy cerca.
Gracias a él, y a su furgoneta, pude cargar el móvil hasta que lo volvió a hacer La Cordada Imposible pasados dos días.
Estuvimos hablando hasta bien entrada la noche. Él me habló de algunas de sus escaladas. Yo, de mis extrañas aventuras.
Le encantó Reto-3.
Al despedirme, le apreté un pie para gastarle una broma. Con el susto, pegó un alarido y casi le llegó la cabeza al techo. Si lo hubiera sabido, no se lo habría hecho.
Debían ser las 3 de la madrugada cuando abandoné el refugio y me enfrenté de nuevo a la oscuridad y la soledad.


Día 20 de febrero de 2020


Fue un día bastante duro.
Desde que me levanté y abandoné el refugio libre de Viadós, sufrí mucho para llegar a la Cabaña de Añes Cruces y, como tenía somier, no dudé en amortizarlo a él y al saco de dormir un par de horas más, mientras no amaneció.
Los catres, las camas, las literas, los somieres, o cualquier tipo de "barrelo", si se encuentran, hay que "aprovechallos" y nunca "despreciallos", porque la tierra o la nieve son muy duras, principalmente esta última, desde que das sobre ella unas cuantas vueltas.
Creo que no debía haberme levantado tan pronto. Al cansancio se sumaba una gran ampolla en el talón derecho que me dio la lata hasta el valle de Benasque, y que venía tocándome los "eso" desde hacía ya varios días.
Salí del refugio cuando se hizo totalmente de día y me enfrenté a una pequeña pero comprometida escalada en el Barranco de Chistau; corta, pero algo peligrosa para mi nivel.
Escalé innecesariamente y escarallé las piernas por ser un burro. Un burro no. La acémila más torpe que puede haber bajo las estrellas. He necesitado media Transpirenaica Invernal para aprender lo que un asno hace sin pensar: no es lo mismo caminar sobre tierra que sobre la nieve. Simplemenete porque cambia el relieve.
Sobre nieve se debe buscar el itinerario más cómodo, aunque sea más largo.
Una vez arriba, pude apreciar que zigzagueando por el valle no me hubiera despeinado.
Llegar a la Cabana de Santa Ana se me hizo muy pesado porque en invierno, caminando y con tanto peso, la etapa resultó ser bastante larga. Además, bajando del puerto de Chistau, pillé nieve blanda, y como soy cabezón, tardé en ponerme las raquetas y, una vez que me las puse, me metí en la sombra del bosque, y ya no me hicieron falta, y volví a tardar en quitármelas, y así toda la tarde hasta que llegué a la pista totalmente libre de nieve o hielo.
Cerca ya del refugio, cometí el error de no llenar la bolsa de agua en el cómodo caño de una fuente que quedaba a mano derecha. Lo hice por lo de siempre... y no aprendo.
-Suso, no te pares ahora, que el río está muy cerca de la cabaña como bien recuerdas.
¿Cerca? Y un huevo. Las distancias, con el paso del tiempo, pueden variar mucho, y nadie se hace cargo de los perjuicios ocasionados, así que es mejor la prevención y el "por si acaso".
Al llegar, tuve que tirarme por el barranco para llenar la bolsa. Y, encima, aguantando la sed, el hambre, el frío... y cada vez más escozor en la puta ampolla que me curaría al día siguiente un buen amigo.


Día 21 de febrero de 2020


Voy cojeando desde la Cabana de Santa Ana hasta Senarta, pero ya he hablado con La Cordada Imposible para que me eche una mano.
La autosuficiencia absoluta la he roto muchas veces a raíz de la rotura de los brazos del carro-pulka y el desgaste de sus rodamientos. Me conformo con realizar la travesía en autonomía alimentaria.
Debido a los recortes, solo he dejado en el botiquín una aguja y unas tiritas pequeñas, insuficientes para tapar la ampolla del talón derecho que se está agrandando.
En la carretera, aún de noche, para un coche y me pregunta si necesito ayuda o si quiero que me lleve. Le contesto que no, y le explico que debo hacer la ruta caminando.
Le agradecí su ayuda, pero nunca subiría a un vehículo conducido por un individuo que iba algo "alegre" a las 4 o las 5 de la madrugada.
Bastante peligro llevaba yo en esta loca aventura.
La Cordada Imposible se retrasaba demasiado y yo no sabía cuál era la razón. Siempre le dije que, si no había riesgo alto de aludes, cruzaría por Vallibierna en vez de hacerlo por las pistas de esquí de Cerler y los Collados de Basibé y Salinas.
El caso es que, mientras me encaminaba a Senarta, él se dirigía hacia el sur, hasta que rectificó al comprobar que no me encontraba en la carretera, y él se alejaba cada vez más de mi posición establecida por el SPOT.
Justo antes de comenzar la subida que me llevaría al Refugio de Pescadores, decidí hacer una parada y esperar a mi amigo.
Lo conocí en la costa asturiana hacía algunos años cuando él hacía de conductor y cocinero apoyando a un ciclista que le estaba dando una vuelta perimetral y solidaria a España.
Por fin llegó con algunas cosas que le pedí: desinfectante, tiritas de las más grandes y una batería externa para cargar el teléfono.
Nos saludamos, todavía con un abrazo, y me puse cuerpo a tierra sobre el asiento trasero de la Berlingo después de ordenar un poco el caos que allí había de material de montaña.
Aún era de noche y hacía bastante frío cuando le clavó la banderilla en toda la chepa a la ampolla. Después desinfectó y tapó la zona.
La Cordada Imposible me había dado tres cosas que necesitaba; asistencia médica, comprensión, y mimo; igual que una mamá hace con su hijo cuando llega a casa con la rodilla medio descalabrada.
Subimos juntos hasta que amaneció, me hizo unas cuantas fotos y me despedí de La Cordada Imposible.
Un poco más arriba me adelantó un todoterreno que después volví a ver, ya aparcado, en el lugar donde se ponía muy fea la cosa.
Tras más de media Transpirenaica Invernal pateada, conocía al dedillo las características y el comportamiento de la nieve. Sabía casi con toda certeza dónde pisar para no hundirme, generalmente allí donde había trabajado más la helada de la noche, o los escasos montañeros del fin de semana, porque, la verdad, en días laborables no pasaba ni un alma.
El Refugio de Pescadores estaba vacío, y en su puerta daban los últimos toques al equipo los dos esquiadores del todoterreno que no paró al subir.
Les pregunté si me esperaban mientras cargaba la bolsa de agua en el río. Contestaron que sí y nos marchamos para arriba todos juntos.
Al cabo de una hora nos separamos. Ellos giraron a la izquierda para subir a una cumbre de la cadena del Aneto y yo a la derecha, en busca del Collado de Vallibierna.
Al quedarme solo de nuevo para atacar el Collado de Vallibierna, volvió el nutritivo silencio, solo roto por el "cra, cra, cra" de los crampones.
Mi presencia suele ser un calvario para quienes me acompañan. Me pongo a hablar y no paro hasta que se acaba toda la munición, igual que una metralleta desbocada que descarga todo el plomo como una traca, en todas direcciones y de forma alocada.
Por eso prefiero la soledad. De esa manera no martirizo a nadie; y si hablo mucho conmigo mismo; al ser doble el trabajo que debo hacer; hablar y escuchar al mismo tiempo; me pongo freno, aprovechando que aparece de repente una cascada, un rebeco o un valle delicioso tras alcanzar el elevado collado.
Lo peor de andar solo es que también te puedes perder las historias o los hechos de algún curioso personaje que vaga solo por el monte.
En la primera Transpirenaica estival que logré realizar sin gastar una perra durante el viaje, me topé con uno de ellos.
Desde aquella le llamo siempre "Antiplástico".
Trabajaba en una piscifactoría de Francia y sabía, entre otras muchas cosas, atrapar truchas en el río solo con la ayuda de las manos, y, ojo, sin guantes que ayudan mucho ante la defensiva baba.
"Antiplástico" porque no llevaba nada encima fabricado con derivados del petróleo.
Se habían juntado dos buenos: el pretencioso autosuficiente con el friki defensor de las fibras naturales.
La Cordada Imposible debió hacer un buen trabajo a juzgar por los kilómetros que estaban saliendo en la zona del Aneto. Iba a enlazar la Cabana de Santa Ana y Senet, una etapa nada despreciable teniendo en cuenta que se hizo cargado en invierno.
Como siempre, antes de buscar un lugar para estirar en posición horizontal el cuerpo, tuve que localizar el agua, y, afortunadamente, había un murmullo cerca, en medio ya de la oscuridad, compatible con ella.
Lo tenía todo. La cubierta de un merendero, el líquido elemento y comida de mi mochila, pero esta última comenzaba a escasear, lo cual implicaba que pronto se iniciaría el temido racionamiento.


22 de febrero


Tras abandonar el alpendre abierto por un frente del área recreativa de Senet, antes de que amaneciera, he cometido un pequeño error al desviarme demasiado hacia la derecha, lo cual me ha obligado a dar un rodeo, ganar demasiada altura y alejarme bastante del Port de la Gelada.
Pero ha merecido la pena luchar en la umbría con uno de los peores tipos de nieve que me he encontrado en toda la travesía: delgada costra por encima colapsando a cada pisada y nieve blanda debajo.
Resumiendo, me he tenido que poner las raquetas y, aún así, me ha costado mucho progresar.
Digo que mereció la pena el rodeo porque, encontrarme de cara con el sol y descubrir el Cap de la Gelada, romo pero muy bello, fue una gran gozada con un día tan delicioso.
Al bajar, un pequeño riachuelo fruto del deshielo, me regaló agua fresca a discreción para beber, música también gratuita, bidet y lavadero para la ropa. No es necesario decir si empleé o no jabón, porque todo el mundo sabe que no es bueno para el monte ni imprescindible para lograr el objetivo de llegar al Mediterráneo.
Tras el relajante descanso, descendí un buen rato con los huevos al aire y la ropa secando sobre la mochila, buscando siempre los atajos y senderos que me llevaron a Barruera y Erill la Vall.
En Erill la Vall tuve que realizar una comida de cuchara al mediodía porque se estaba acabando el picoteo que había traído para enlazar el desayuno y la cena, esta última la única ingesta copiosa y abundante de todo el día.
Solo me quedaba una bolsa de Rosegones de 125 gramos, un pedazo de chorizo y un par de onzas de chocolate navideño. El turrón se había acabo, y desde ese momento me acordé muchas veces de los frutos secos que había tirado, y más adelante también pensé que había sido un error desprenderme de un kilo y medio de puré de patata y cuscús. Pero ahora ya no había remedio.
Al no llevar cubretechos porque también me desprendí de él, era muy importante llegar al Refugio de la Centraleta para no tener que vivaquear de forma salvaje.
Muy cansado, y ya avanzada la noche, entré
en el Refugio de Estany Llong y pregunté dónde estaba la cabaña que no encontraba.
-Lo has dejado atrás -me contestó el cocinero.
-¿Y a cuánto me queda? -pregunté.
-A un cuarto de hora como mucho -respondió de nuevo.
Dentro del refugio guardado reinaba una temperatura demasiado alta para mi gusto, quizás porque venía acostumbrado a vivir en ambientes bastante más hostiles y menos hogareños, exceptuando los garitos donde pude hacer fuego.
No me gustaba el ambiente con tanta gente, básicamente porque eso es lo que tengo aquí. Además, me había prohibido dormir allí donde me ofrecieran ese tipo de servicio.
Me puse a caminar nuevamente y noté que hacía mucho frío.
Bajé al río y llené la bolsa con dos litros de agua. Previamente ya había elegido cuál sería el pino que me daría cobijo hasta las 3 de la madrugada.
Como podéis comprobar en la foto, los somieres también se usan en los parques nacionales. Me extrañó mucho porque yo siempre pensé que solo se ponían en las fincas de estos barrios. Pues no, parece que la cosa es universal.


23 de febrero


La noche que pasé al raso en Estany Llong, a unos 2.100 metros, fue el vivac más duro de la segunda mitad de la travesía. Este fragmento, de casi 400 km, estuvo caracterizado por una menor ingestión de alimento, un mayor peso en la espalda (no llevaba la pulka) y una reducción significativa del equipo, del que ya no formaba parte el práctico cubretechos de la "Quechua 2 Seconds".
Desde hacía días tomaba por las noches unos sorbos de chocolate con leche (en polvo) después del puré de patata o el cuscús, ambos con aceite de oliva y una pastilla de Avecrem, pero viudos de chorizo o salchichón porque se habían acabado.
Solo unos sorbos ya que el resto quedaba en la olla listo para calentar al levantarme. Y con eso debía aguantar hasta que mendigaba el estómago, al que solía engañar y apagar echándole desde arriba agua con extracto de té en sobres del Mercadona. Por cierto, los hay con sabor a limón y melocotón, y nunca me produjeron malestar, ardor, nauseas u otros efectos secundarios.
Al bajar del Portarró d´Espot perdí en una zona el track del teléfono móvil. A partir de ahí aumentó considerablemente el placer porque fui más libre. Y, encima, el día continuaba siendo un verdadero regalo.
Andaba medio perdido en el bosque de pinos, pero sabía hacia donde tenía que ir.
-¡Finlandia! Esto me recuerda mis viajes a Finlandia -exclamé.
Antes de llegar al lago helado, perdí el piolet que iba en la mochila, si se le puede llamar así a un brazo del carro con una hoja intercambiable de acero serrada y aporreada en mi taller.
Fue en una de las múltiples ocasiones que metía la "pata" hasta el fondo, ya que seguía siendo cabezón, y no me quería poner nunca las raquetas esperando a que cambiaran las condiciones de la nieve.
Mientras yo bajaba a saltos de contento sorteando el torrente por entre los pinos, perdiendo parte de las herramientas y los instrumentos, saltaba también de China a Filipinas el Covid- 19.
Pero yo no le tenía, ni le tengo, miedo a la muerte, aunque sí al sufrimiento aquí o en el infierno.
En cierta medida, me parece bien que probemos el confinamiento, aunque debe ser mucho peor el ocasionado por los bombardeos de las guerras, o el aislamiento y la muerte que provocamos quienes hemos tenido la suerte de nacer en el lado de la riqueza.
Saltaba de contento porque sabía que llegaría al Mediterráneo después de apostar muy fuerte con un trineo de 16 euros, un pantalón de verano del Decathlón y unas botas ligeras más propias del Camino de Santiago que de una Transpirenaica Invernal.
Era feliz porque ya olía el agua salada, aunque todavía faltaba la última curva, la más difícil... el giro a la izquierda que me permitiría ver Llançà… y también la cara de felicidad que tenía mi padre cuando me despedí de él.
Debe ser terrible no poderles dar el adios que se merecen.
Desde Estany Llong a Burg, donde dormí, hay una porrada de kilómetros. Pero era todo terreno favorable una vez que alcancé el Portarró.
En San Mauricio me salvaron unos profesores de ingles que residen en Barcelona. Volvía a estar sin batería y ellos llevaban una externa, así que me la prestaron un rato. Espero volver a verlos pronto en Galicia, porque los he invitado a casa, abierta a quienes tropiezan conmigo o me ayudan sin ánimo de lucro o beneficio.
Y algo parecido ocurrió en Burg, más arriba de Tirvia, el día anterior a las primeras escaramuzas en el macizo andorrano.
Tiré el saco en el suelo al lado de la iglesia y, mientras calentaba el agua para hacer un puré viudo (de carne y de aceite), golpeé en una puerta con la intención de volver a cargar la batería.
-Buenas noches -dije una vez que abrieron.
Me atendió un muchacho joven que no tendría más de dieciséis años. Después apareció su padre.
-Estoy haciendo la Transpirenaica. ¿Podría cargarme un poco la batería? -pedí sabiendo que no se negaría.
-Sí, como no. ¿Dónde estás durmiendo? -preguntó el hombre que tendría una edad parecía a la mía.
-Vivaqueo al lado de la iglesia -contesté.
-Recoge las cosas y ven a dormir aquí -afirmó sin pensarlo un momento.
Se lo agradecí y le contesté que dentro hacía demasiado calor y que no descansaría.
Era montañero y esquiador.
Tenían la chimenea a tope.


Día 25 de febrero


Andorra-Porta; etapa casi toda con nieve mantenida.
Dos puertos tuve que salvar: Illa y Portella Blanca.
El valle del Madriu, solitario y muy largo. Lleno de refugios que no pude usar, exceptuando Fontverd, en el que dormité una hora antes de que amaneciera.
La Portella Blanca da un rodeo por el norte, pero no quería arriesgar en unos pasos que hay antes de llegar al Refugi de Malniu.
A un par de km de Porta, encontré una cabaña que ni pintada.
Colchón y leña cerca para hacer fuego.
5 estrellas dentro y millones fuera.
Un vivac sería más duro de roer porque se hacía de noche y había apurado demasiado el kilometraje.


Día 26 de febrero


La madre del cordero o de todas las batallas.
Los tres jinetes.
La peste.
La muerte con la guadaña.
El lobo hambriento.
Yo, un cerdito pelado e indefenso sobre la nieve.
El demonio esperándome en el collado.
Confabulación judeo-masónica para joderme la Transpirenaica.
Patata fría.
Un millón de dardos.
Balón en el tejado.
Coz en la cara o en los huevos..
Mal de ojo.
Si lo sé no vengo.
Aprende.
Budú.
Meigallo.
De aquí no pasas.
Búscate un buen abogado.
Despídete de la familia.
Aféitate para que no te vean así en el infierno.
Regalo envenenado.
Cura de humildad.
Castigo divino.
Despedida de soltero de mal gusto.
Novatada.
Zasca por hablar demasiado.
Impresionante repaso.
Sal en el postre.
Hostiazo inesperado.
Cuchillada por la espalda.
Arrodíllate, cabrón.
Besa el suelo.
Te van a sodomizar.
No jures... te arrepentirás.
No mires atrás porque te convertirás en una estatua de hielo.
No tengo manos.
Los pies me dan igual.
Comer y beber ya es lo de menos.
Apiádate de mí.
No grites porque nadie te oirá.
La esterilla volando.
Las raquetas por el suelo.
No quiero que se lleve la mochila con el saco dentro.
Muralla de piedra para proteger a los incautos.
Sensación térmica brutal.
Vete rezando un rosario.
Haz testamento.
Despréndete de todos los bienes.
Reza también un padrenuestro.
Pide perdón.
Arrepiéntete de todos los pecados.
No tiembles.
Camina.
No te pares en este purgatorio...
La puta Tramuntana intentando enviarme para el otro barrio en el Pas dels Lladres.
Pude con ella... quizás porque aún me quedaba un cartucho escondido en lo más recóndito de la recámara del alma.
Nota: Es un poema que no quiere herir la sensibilidad de nadie. Representa la fuerza de las ráfagas del viento y la sensación térmica que puede provocar la Tramuntana en la zona del Puigmal.
Me metí muy hondo en el valle de Fontseca y la negrura de la noche para que el azote de la Tramuntana no siguiera golpeándome la espalda. Ya no me ayudaba la luna llena.
¿Y si fuera al revés? ¿Qué pasaría si tuviera que remar contra viento y marea?
No lo sé. Seguramente retrocedería para buscar abrigo entre los pinos, o volvería a excavar una cueva. Todo menos permanecer expuesto a las ráfagas que me hicieron arrodillar muchas veces y me obligaron a besar la nieve con la frente.
¿Qué hubiera pasado si no llevara puestos los crampones?
La contestación es muy sencilla. Perdido el piolet y sin los pinchos... el viento me hubiera barrido ladera abajo como a una hoja seca.
Bromas y minimalismo... lo justo, teniendo en cuenta siempre los límites de uno.


27 de febrero


La noche anterior tuve que caminar hasta que encontré agua. Aún soplaba un poco el aire en el fondo del valle.
Afortunadamente, encontré un aljibe rectangular totalmente seco con musgo en el suelo y desplegué dentro la única esterilla que me quedaba.
El aire pasaba más alto y las orejas quedaban al abrigo protegidas por las cuatro paredes.
Esperaba que no lloviera. Si ello ocurriera, no quedaba más remedio que ponerse a caminar; fuera la hora que fuera, estuviera cansado o no, con mucho sueño o desvelado por los nervios.
Encendí el hornillo y preparé la cena. Tocaba puré de patata con una pastilla de Avecrem, sin un triste colorante que alegrara un poco la vista, o un pequeño tropezón que entrenara las encías, las muelas y los dientes en medio de tanta carestía.
El aceite de oliva formaba parte del recuerdo... y también el chorizo, el turrón, el chocolate, las galletas, el salchichón...
Paciencia.
Ya llegarían la cerveza y los bocadillos calientes.
Soñé que caía una brutal tormenta, y que el pozo se llenaba. Pero no recordé hasta que me avisó el despertador.
Para llegar a Nuria tendría que dar un rodeo, pero me encontraba muy fresco después del descanso y de no haberme "ahogado".
Estaba contento por superar el Pas dels Lladres, porque el día y el sendero eran realmente deliciosos, porque con poca comida tenía mucha energía... por todo, porque ya disfrutaba de la arena de la playa, el agua caliente de una buena ducha, el colchón y las sábanas de una cama limpia, las felicitaciones de los amigos...
-Para el carro, Suso. Aún te quedan muchos km. Todo es toro hasta el último pelo del rabo, y puede pillarte descuidado -me dije para bajarme los humos.
Y así fue más adelante, en el siguiente collado nevado.
Todos los días de la travesía tuvieron hasta el momento altibajos emocionales. Soy así, poco regular y equilibrado. Funciono a base de impulsos. A una hora me como el mundo y a la otra no valgo para nada. Pero esta vez, en conjunto, el saldo ha sido muy positivo porque me estaba acercando irremediablemente al Mediterráneo.
Estaba llegando a Nuria, mi cuna montañera. Ahí me crie cuando aún no tenía coche y solo el tren y el carrilet me permitían aprovechar el fin de semana y poder escapar de Barcelona.
Ripoll, Campdevànol, Ribes de Freser…
-Despierta, Suso, que te vas a Puigcerdá -me dije sobresaltado más de una vez.
Desde Queralbs nunca subíamos por el sendero que se ve en las fotos. Era más directo y emocionante caminar por las vías y pegarse contra los muros de los túneles cada vez que el conductor de la antigua y ruidosa locomotora hacia sonar el silbato. La sensación era excitante y morbosa. Al taponar la máquina la boca del túnel, el interior se oscurecía y daba la sensación de que no cabríamos todos: el convoy, nuestros cuerpos y las voluminosas mochilas.
Ahora parece que está la cosa totalmente prohibida. O, por lo menos, eso me dijeron en la estación antes de comenzar la subida.
Hice la comida del mediodía en el interior de las instalaciones del complejo hostelero del Santuario de Nuria, sentado cómodamente en un banco de madera con el hornillo a mi lado, aprovechando el agradable tufillo que desprende la calefacción y la presencia protectora de los humanos.
Pero no me podía demorar.
Afuera nevaba ligeramente. Las tardes invernales son traicioneras jústamente porque ser muy efímeras.
Subí por la pista de esquí hasta el final del remonte pisando sin raquetas ni crampones nieve muy blanda, y después mantuve la altura en el valle de Fontnegra.
Crucé el río y caminé casi en línea recta para ganar el Coll de Torreneules. Pero era un falso collado, y tuve que seguir flanqueando otro medio km. Previamente me había puesto los crampones porque tenía la mosca en la oreja.
Y allí estaba de nuevo la Tramuntana esperándome, aunque no tan brava y avasallante como el viento que casi me destroza a mí a la mochila en el Pas dels Lladres.
-Me da igual que soples, me da igual que reduzcas mi cuerpo a una escoria o piltrafa humanas, me da igual ocho que ochenta... porque no podrás conmigo -le dije al enemigo para ver si se acojonaba y se batía en retirada.
Las amenazas surtieron efecto. Las rachas siguieron siendo bastante fuertes, pero al tropezar de lleno con una voluntad inquebrantable de seguir adelante, fueron perdiendo fuelle a medida que yo perdía altura en dirección al Refugio de Coma de Vaca.
-Vamos a dejarlo en paz -dijeron los vientos fuertes y fríos del Noroeste- Mejor esperar por otro menos tozudo y más incauto.
Ya estaba en el torrente de la Coma de Vaca, fuera del alcance de los vientos, las caídas o las desagradables sensaciones térmicas.
Volvía a estar tranquilo y relajado.
Me esperaba el Manelic, un refugio con una sección libre, abierto en invierno, limpio y bien conservado; con literas, comedor, cocina y mantas.
Pero todavía lo tenía a una media hora.
La tarde comenzó a languidecer.
Estaba nublado.
Me relajé.
Bajé la guardia.
Por el frío.
Por la oscuridad.
O por cualquier otra cosa.
El caso es que iba algo dormido.
Hasta que noté el agua helada
a nivel de la cintura.
¿Qué podía hacer?
De entrada, salir lo antes posible de aquél puente de nieve roto y, sobre todo, intentar que no se mojara el saco que iba dentro de la mochila.
El primer impulso fuerte realizado con los brazos no dio resultado. Al final, no me apuré demasiado, porque el daño ya estaba hecho, y el saco iba protegido dentro de una bolsa de plástico.
El trayecto que me separaba del refugio fue complicado. Solo llevaba puesto el calzoncillo y un pantalón delgado de verano.
Noté un frío atroz al darme el aire en las piernas. Pero solo era cuestión de resistir un poco más hasta llegar. Y que no tuviera la puerta cerrada el refugio, porque no llevaba toldo ni tienda, y un vivac en esas condiciones sería bastante duro.
Afortunadamente, todo acabó bien. A parte de ese pantalón, también llevaba otro forrado para una emergencia o un vivac de hasta los -20 grados, probado previamente en una cámara frigorífica de Lugo dentro del saco. Solo lo puse un par de veces, pero esa noche me fue que ni dios.
Lo más grave después de desnudarme y secarme, fue salir afuera para traer agua. El gas comenzaba a escasear.
Noche perfecta, sin fuego, pero con un montón de mantas a mi disposición. Una para la almohada y dos debajo del saco haciendo un "bikini" con la ropa mojada.
Por encima no hizo falta nada.
El reloj, para las 3 de la madrugada.
-Qué pena, Suso, esto casi se acabará cuando pases ese collado que ves por la ventana. Buenas noches.


Día 28 de febrero
Con más de ocho kilos de peso perdidos (lo sé ahora) y miles de recuerdos e imágenes blancas en mi cabeza, afrontaba lo que sería el último collado nevado de la Transpirenaica.
La puerta del refugio giró ella sola mediante un sistema automático que la mantiene siempre cerrada para que nunca entren el frío y las corrientes de aire.
Salí con los crampones puestos, un poco más tarde de la cuenta, porque me regalé unas horas más de descanso al estar tan cerca ya del Mediterráneo.
Tras superar el Coll dels Trespics, bajé por la solana de Fontlletera, un lugar donde se produjo una gran tragedia el 30 de diciembre del 2000, jornada en la que murieron nueve excursionistas atrapados por un temporal de torb.
Más que un temporal, se trata de la propia nieve del suelo que, arrastrada por el viento, es lanzada a gran velocidad contra cualquier ser que se mueva o esté de pie, hasta cubrirlo por completo en muy poco tiempo. Sin gafas de ventisca, o un itinerario muy claro para escapar en el que no se acumule la nieve, es muy difícil sobrevivir.

Las provisiones se estaban acabando. Solo quedaban unos polvos para darle algo de sabor al agua y un "casinada" de puré de patata y cuscús.
Por delante me quedaban aún en torno a 150 km, los más difíciles de toda la travesía, porque estaba medio muerto y se me atragantó la Alta Garrotxa, terreno con mucho desnivel acumulado y muy poca agua.
Crucé Camprodon evitando mirar a los escaparates llenos de salchichones colgando, quesos, dulces, y toda clase de panes artesanos o de los normales.
La única foto que les hice me costó casi romper la autosuficiencia alimentaria, pero, afortunadamente, pude más que el maligno disfrazado de embutido.
Friki y burro que es uno, pero no le tengo nada que hacer.
Entrada la noche, muy cansado, me encontré de nuevo con el demonio camuflado dentro de un colchón.
Tampoco le hice caso, y por eso logré dormir en Talaixà, muy cerca de Sant Aniol d´Aguja.


29 de febrero


Lo he dicho muchas veces y lo repito. Cuando me pillaba la noche y no llevaba como mínimo dos litros de agua en la bolsa, caminaba hasta encontrarla, fuera la hora que fuera, porque era lo mínimo que necesitaba para hacer la cena, hidratarme y dejar en la olla el chocolate del desayuno listo para calentarlo al levantarme.
El Coll de Principi me puso a prueba porque tenía de él una imagen mucho más amable obtenida de las anteriores Transpirenaicas estivales.
La bajada a Bassegoda, por el atajo, apta nada más para las cabras.
La pista hasta Albanyà, una paliza bajo el sol.
De Albanyà hasta el Barri del Pantà, un secarral.
Y, en Pantà, ya bien entrada la noche, mendigo una poca agua del grifo y me tiro sobre el campo hasta las 2 de la madrugada.


1 de marzo de 2020


Antes de las 3 de la madrugada ya estaba en marcha.
La cena fue bastante escasa y no hubo desayuno, ni más comida hasta que llegué a Llançà, en torno al mediodía.
No digo la verdad, ahora que recuerdo, comí unos higos chumbos que había en la cuneta izquierda de la carretera, antes de llegar a Vilamaniscle.
Pero debía haberme estado quieto, porque me encontraba muy cerca ya, y lo único que hice fue pintar los labios, manchar las manos y llenar la boca y las tripas de pinchos diminutos. Sabía que debía pelarlos y comerlos con mucho cuidado, pero podía más la prisa y el hambre.
Desde el Coll de les Portes vi el mar Mediterráneo.
Había llegado el temido momento.
Me quité la mochila, me senté, me puse cómodo bajo el sol...
Y lloré hasta que me cansé mientras hablaba en voz alta con PAPÁ, aquél que me llevaba a la huerta en el manillar de la bicicleta antes de marcharse a Alemania.
El día no era de febrero ni de marzo.
Más bien de finales de abril.
Después... me levanté... y continué caminando hasta la playa.






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