Pesadilla en el lago Inari

Pocas veces en mi vida me había quedado dormido de una forma tan placentera. Había acordado con mi esposa que la llamaría todos los días a eso de las 20 horas pero, tras una jornada extenuante tirando de la pulka sobre el hielo del lago Inari, me quedaba inconsciente a los escasos minutos de meterme en el saco y entrar en calor. Era como estar en el cielo. Algunas veces despertaba y recordaba que debía hacer la llamada. Otras noches no.En medio de la gran soledad, encajonado en un hueco en la nieve formado en la isla Ukonkivi, tuve un sueño.
Convertido en una foca, hacía rato ya que había agotado mis reservas de oxígeno almacenado en la hemoglobina y sabía que, tarde o temprano, debería salir a respirar. Pero el gran oso blanco, una hembra con dos cachorros, estaba arriba esperando, plenamente convencida de que no había otro respiradero en un kilómetro a la redonda. Busqué desesperadamente otro punto de luz pero no lo encontré y, a medida que pasaba el tiempo, la sensación de ahogo y opresión fueron en aumento. Luché desesperadamente hasta que por fin me rendí y me acerqué al pequeño respiradero por donde entraban los tenues rayos de luz. Fue entonces cuando noté un fuerte golpe en la frente producido, afortunadamente, solo por el hocico del hambriento mamífero. Después noté mucho frío en la cara y caí en la cuenta de que nosotros, los mamíferos marinos, aunque tenemos menos grasa en la cabeza que en el resto del cuerpo, nunca sentimos frío; y de eso deduje que yo no era foca, sino humano.
Desperté sofocado. Sobre la funda vivac, a la altura del pecho, una pesada masa de nieve no me dejaba ya casi respirar. Pero lo que más me molestaba era la pequeña herida que me había producido en la frente un pedazo afilado de hielo que se había desprendido de la parte alta de la oquedad.

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